ESPACIOS (Juan Gelman)

abril 22, 2008

 

¿Hay que estar “enfermo” para ser un gran artista o, al menos, un artista? Enfermo, entre comillas; seguramente diferente. Dostoievski expresó en una página memorable su horror por ser diferente. Y conviene explicarse: lo diferente, en este caso, no consiste en la diferencia con respecto a los demás-nos parecemos en que todos somos diferentes- , sino en la diferencia consigo mismo. No se trata de esquizofrenia. Se trata del espacio que otro ocupa en uno, un espacio quizás más vulnerable en los artistas. Puede conducir a la locura, que sobre todo azotó a alemanes (Trakl, Holderlin, Nietzsche) o al silencio que eligió Rimbaud. Eso, en el siglo XIX.

         El espacio del otro es cuestionador de la propia identidad, pero ha originado o alimentado obras de arte estupendas. Suele ser un espacio de dolor. Podemos imaginar los dolores de los que nació Jean Genet, el escritor, aunque nunca sabremos cuales fueron. Por lo demás, el dolor no basta; la inmensa mayoría de ladrones y homosexuales no son Jean Genet.

         Digo dolor y no sufrimiento porque el sufrimiento es pasivo. El dolor es un campo a recorrer, un campo del que se habla solo por uno mismo. En diciembre de 1959, en la última entrevista que concedió antes de morir en un accidente de automóvil, Albert Camus confesaba: “No hablo en nombre de nadie; ya bastante difícil me resulta hablar por mi. No soy el guía de nadie. No se, o se mal, hacia donde me dirijo”.

         Tal vez ocurra que el espacio del otro es tan abismante que el lugar para si mismo en uno nunca deja de ser una interrogación. Se puede, claro, elegir la respuesta de Narciso, inclinando sobre su propio rostro como un mundo cerrado sobre el agua que pasa. En caso contrario, las puertas están abiertas a la perversión y advertirla no significa necesariamente perversidad, sino una forma de percepción del mundo. Ya lo decía Omar Khayam: “Nunca escribirán buenos versos los bebedores de agua”. O, según Rodolfo Walsh: “Hay escritores buenas personas más sonsos que un banquito”.

         No hace falta ser caballo para entender de carreras y ningún cocinero necesita meterse personalmente en la olla para hacer un guiso. Gragham Greene, obsedido por la existencia del mal, pintaba humanistas “buenos” totalmente desagradables, y criminales muy simpáticos. Se convirtió del anglicismo al catolicismo y su cura preferido fue un alcohólico, padre de lo que llaman un “hijo natural”. Greene creía más en la fe que en las obras y, al decir de Michel Selder, se dedicaba con fervor al adulterio con su amante Lady Walston –  esposa de un magnate británico, judío y laborista – “detrás de cada altar suficientemente alto que encontraba en las iglesias de Roma”. Greene hizo más: fue el espía 59200 del British Intelligence Service durante la Segunda Guerra Mundial, y ser un colaborador  hasta comienzo de los años 80 no le dificultó la amistad con el general Torrijos ni el servirle de correo con Fidel Castro. Orwell lo había dicho: “Greene es nuestro primer camadaza de ruta católico”. En realidad, era un inspector de infiernos que había dejado de creer en el infierno. Pese a todo lo que escribió sobre los conflictos entre religión y ética, o salvación y conducta, no fue un escritor religioso, sino un escritor interesado en la religión. Era, para Douglas Jerrold, “el Harry Lime (Orson Welles en la película El tercer hombre) de la mafia literaria”.

         Greene sufría crisis de depresión de las que no lo salvaba el litro de whisky que ingería diariamente y que no impidió llegar a los 86 años de edad. Adolescente, escapó del rígido colegio provinciano donde estudiaba y sus padres lo enviaron a un psicoanalista de Londres en cuya casa vivió durante el tratamiento. Allí pasó algunos de los días más felices de su vida, dijo después. Como buen espía le atrajo la doble lealtad o doble deslealtad de los agentes dobles y defendió a su amigo y superior Kim Philby, cuando se descubrió que trabajaba para la URSS. Preguntaron a Greene que pensaba, por ejemplo, de que el hecho de que Philby había mandado agentes a Albania para entregarlos luego a los soviéticos. Greene replicó: “Iban a ese país armados para hacer daño. Fueron muertos en vez de matar”. Imposible no pensar en el código Bloomsbury de los británicos, que privilegia la lealtad al amigo sobre la lealtad a la nación.

         El padre Durán, compinche del escritor lo retrató así en La crisis del sacerdote en Graham Greene, probablemente apoyado en el viejo concepto alquímico del orden de elementos que es propio de cada ser humano: “Greene reconocía que su temperamento era inestable; no gozaba de un equilibrio perfecto. Nunca se curaría de eso: Hay cosas que nunca se curan. Algunos preferirían llamar enfermedad a esa suerte de desequilibrio psicológico, pro esas condiciones son maneras de ser”.

         Tal “manera de ser” no impidió a Graham Greene apoyar con su nombre la campaña que en 1984 lanzaron los periodistas argentinos exigiendo el enjuiciamiento y castigo a los asesinos de Rodolfo Walsh. Así de mezclada era la persona de Graham Greene, quien siempre prefirió que escribieran sobre su obra y no sobre su vida, como quien sabe que entre  una y otra-o entre perversión y creación- hay espacios cabalmente misteriosos.

 

5 de Enero de 1995

Texto del libro PROSA DE PRENSA

Ediciones Grupo Z

Año 1997